Reposaba el cansancio como las grullas,
sobre el único pie que no se tambaleaba,
mientras contaba con las manos
lo que en su alma ardía.
Tras sus ojos,
una manga de mar que nunca vio
había depositado pacientes arrecifes,
y, cuando la mirabas,
escuchabas a sus lágrimas rompiendo
en el acantilado de su garganta.
Su voz nunca tuvo
palabras mágicas,
era de hilo dulce cuanto decía
-hebras de su piel-
con el que recosía -una y otra vez-
el roto por el que asomaba
la pobreza.
Esperaba redimirse en mí,
rehacerme sin pasado,
lavar su angustia en mi olvido,
perdonarse las heridas:
Nunca podrás -decía-
moldearte la vida
si no aprendes primero a ser barro.
Y tú eras
la más hábil alfarera
del hambre.
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